jueves, 24 de junio de 2010

Pacientes, calientes, alterados y frustrados

Martín dijo que se llamaba Agustín, esa mañana temprano cuando el teléfono sonó quince minutos antes que su despertador. Del otro lado una voz ronca, gastada, confirmaba la hora del encuentro. Tarde para un martes, dieciocho horas en el bar con mesas de madera que esta justo cruzando la calle de la facultad de derecho. Como iban a reconocerse seria la gran incógnita, aunque Miguel, que era cuarenta años mayor, recordó haber visto fotos del niño de veinte años en su casilla de correo. Dos meses antes de este llamado, por ciento cincuenta pesos la hora habían arreglado un encuentro que jamás se había concretado. Sin embargo esta vez, el morbo o las hormonas de Miguel lo habían llevado temprano a revisar la agenda de su teléfono celular y llamar al “pendejo”.
Corrió las cortinas para cubrir los grandes ventanales por los que se podía observar los edificios contiguos desde su piso catorce, y entro directo a darse una ducha pues el día había trascurrido, y el medico de sesenta años esa tarde había atendido más de una docena de pacientes en el hospital italiano. Velozmente lavo cada parte de su arrugado y casi obeso cuerpo, porque el reloj lo corría. Había una diferencia de cinco minutos entre el del living de Miguel y el que marcaba las cinco veintidós del noticiero. Y como era un hombre que nunca había faltado a su palabra, ocho minutos antes de lo acordado estaba bajando de su auto, que estratégicamente había estacionado frente al bar de las mesas de madera. Escogió la que estuviese más aislada de la sociedad, para así tener la mayor intimidad posible. En el momento que vio cruzar la calle, a un chico de campera naranja, jens gastados y zapatillas de lona esbozo una sonrisa, que dejo casi al descubierto sus dientes amarillos. El niño, que casi parecía un ángel inmaculado e inocente, se sentó y ordeno una gaseosa. Miguel estaba absorto, casi era desagradable su mirada que devoraba al joven que tenia sentado adelante.
Treinta y cinco minutos más tarde Agustín tenía encima de él un cuerpo arrugado y excitado que no llego a penetrarlo. Derramo su semen en la entrada. Sin remordimiento, ni vergüenza, ni culpa por malgastar los doscientos pesos que se eyaculacion precoz le había costado encendió un cigarrillo. Mientras ibas desde su habitación hasta la cocina por un poco de jugo de naranja para el joven, el joven desnudo empezaba a revisar cuanto cajón tenía por delante. Con las manos dentro del anteúltimo cajón del placard de puertas dobles que estaba sobre la pared del fondo de la habitación, lo encontró el medico de sesenta años. Sos un pelotudo. Dame mis doscientos pesos ahora que me tengo que ir. Para que todavía no te la metí. A mí que me importa, ya acabaste. Y Agustín dejaba de lado su comportamiento angelical, para reclamar un sueldo que había sabido ganarse. Porque el polvo lo cobraba doscientos. Adentro o afuera no le importaba. Enervado Miguel, que hacia más de seis meses que no tenía el más mínimo contacto con la piel de un humano que no fuera su paciente, lo tomo de los brazos y con violencia lo tumbo sobre la cama dispuesto a todo. Mientras que con una mano sostenía los brazos del joven con la buscaba con que poder atarlo. Al no encontrar, saco afuera de su boxer a rayas su pene erecto y lo apoyo sobre el cuerpo desnudo del joven. Una inesperada patada en el hígado lo dejo tumbado entre la puerta y la pared del costado. Y la pata de metal del velador sobre su cabeza le hizo correr un débil hilo de sangre. Agustín volvió a respirar, saco del bolsillo del viejo una billetera negra, se puso su ropa que estaba tirada sobre un costado. Miró desde la puerta la habitación por miedo a olvidarse algo, tomo las llaves que estaba sobre la mesa en la entrada y salió.

Bruno Tignanelli Junio 2010 Buenos Aires, Argentina (c)

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